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martes, 10 de enero de 2023

Echar raíces

En las cortas tardes dominicales de invierno donde los nimbos copan el primer plano de un tímido cielo que parece no querer volver a arrancar de nuevo la semana, tiene un servidor por costumbre acudir al viejo altillo de la casa de su abuela a, como dice la setentera canción, “buscar en el viejo baúl de los recuerdos”.

Este sentimiento recurrente de nostalgia se acrecienta, como bien digo, los días donde el color bien brilla por su ausencia. Tanto es así que el propio hecho de abrir la polvorienta puerta de madera vieja que conforma el frente del armario, que bien pudo haber aserrado el mismísimo San José, genera en este servidor el mismo pellizco de siempre. Desconozco a priori el porqué de esta curiosa necesidad de querer remover las viejas fotos del pasado, aunque lo cierto es que entre tantos quehaceres diarios se nos suele olvidar en ocasiones el origen de las raíces que soportan nuestro lánguido tallo.

La locución verbal que ocupa el titular de esta columna tiene multitud de interpretaciones, pero para los románticos y los nostálgicos empedernidos, echar raíces equivale a establecerse de forma definitiva en un lugar, que no es otro que tu lugar. Pues bien, mi lugar se encuentra en ese altillo, allí guardo el tesoro más preciado de mi casa: sus recuerdos. Lo más es curioso es que, pese a pertenecer a la generación del color en abundancia, aquellos que más llaman mi atención son precisamente los que comparten tono con el cielo de esos grises domingos, los documentos en blanco y negro.

Cuánto hemos perdido por el camino renegando de las viejas estampas blanquinegras. Nos han hecho creer que todo en esta vida es de color, el cine, la pintura, la arquitectura y hasta tus apuntes de secundaria, que más que apuntes parecen el folleto de una tienda de pinturas, llegando así a saturar (y nunca mejor dicho) nuestro día a día con el único propósito de alcanzar un estímulo vacío de contenido. Pasando de puntillas entre los iconos artísticos del siglo veinte: desde el cine de Chaplin a las primeras obras a carboncillo y lápiz de Picasso pasando por las icónicas viviendas modernas del mismísimo Le Corbusier y con una obligatoria parada en las sobrias fotografías de Henri Cartier-Bresson; todas estas obras comparten algo más profundo que lo tan evidente a simple vista y es que en todas ellas el contenido y su trasfondo brillan mucho más que el mero hecho de carecer de color alguno.

 

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,

y un huerto claro donde madura el limonero;

mi juventud, veinte años en tierras de Castilla;

mi historia, algunos casos que recordar no quiero.

 

Con una sonrisa de oreja a oreja cierro el álbum del que otro día escribiré en este blog y con la certeza de saber que cada domingo gris del año echo raíces en el altillo de mi abuela me dispongo a cerrar el armario donde encuentro mi sitio, en blanco y negro. Si para Antonio Machado su infancia estaba en el limonero de un patio sevillano, la mía perdurará siempre tras las puertas de ese viejo mueble.




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