En las cortas tardes dominicales de invierno donde los nimbos copan el primer plano de un tímido cielo que parece no querer volver a arrancar de nuevo la semana, tiene un servidor por costumbre acudir al viejo altillo de la casa de su abuela a, como dice la setentera canción, “buscar en el viejo baúl de los recuerdos”.
Este sentimiento recurrente de nostalgia se acrecienta, como bien digo, los
días donde el color bien brilla por su ausencia. Tanto es así que el propio
hecho de abrir la polvorienta puerta de madera vieja que conforma el frente del
armario, que bien pudo haber aserrado el mismísimo San José, genera en este
servidor el mismo pellizco de siempre. Desconozco a priori el porqué de
esta curiosa necesidad de querer remover las viejas fotos del pasado, aunque lo
cierto es que entre tantos quehaceres diarios se nos suele olvidar en ocasiones
el origen de las raíces que soportan nuestro lánguido tallo.
La locución verbal que ocupa el titular de esta columna tiene multitud de
interpretaciones, pero para los románticos y los nostálgicos empedernidos, echar
raíces equivale a establecerse de forma definitiva en un lugar, que no es
otro que tu lugar. Pues bien, mi lugar se encuentra en ese
altillo, allí guardo el tesoro más preciado de mi casa: sus recuerdos. Lo más
es curioso es que, pese a pertenecer a la generación del color en
abundancia, aquellos que más llaman mi atención son precisamente los que
comparten tono con el cielo de esos grises domingos, los documentos en blanco y
negro.
Cuánto hemos perdido por el camino renegando de las viejas estampas
blanquinegras. Nos han hecho creer que todo en esta vida es de color, el cine,
la pintura, la arquitectura y hasta tus apuntes de secundaria, que más que
apuntes parecen el folleto de una tienda de pinturas, llegando así a saturar
(y nunca mejor dicho) nuestro día a día con el único propósito de alcanzar un
estímulo vacío de contenido. Pasando de puntillas entre los iconos artísticos
del siglo veinte: desde el cine de Chaplin a las primeras obras a carboncillo y
lápiz de Picasso pasando por las icónicas viviendas modernas del mismísimo Le
Corbusier y con una obligatoria parada en las sobrias fotografías de Henri
Cartier-Bresson; todas estas obras comparten algo más profundo que lo tan
evidente a simple vista y es que en todas ellas el contenido y su trasfondo
brillan mucho más que el mero hecho de carecer de color alguno.
Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierras de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.
Con una sonrisa de oreja a oreja cierro el álbum del que otro día escribiré
en este blog y con la certeza de saber que cada domingo gris del año echo
raíces en el altillo de mi abuela me dispongo a cerrar el armario donde
encuentro mi sitio, en blanco y negro. Si para Antonio Machado su infancia
estaba en el limonero de un patio sevillano, la mía perdurará siempre tras las
puertas de ese viejo mueble.
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