Como cada día, cuando el reloj del dispositivo con la manzana mordida marca las seis y media de la mañana, un dichoso tintineo en bucle, compuesto probablemente por un séquito de demonios frustrados, despierta el lado menos amable de mi persona. Si a ello le sumamos la temperatura que hace fuera de mis sábanas de franela, hablar conmigo, cuando aún siquiera Lorenzo no se ha dignado a asomar, se vuelve una tarea más que compleja.
Los siete minutos y medio que transcurren desde la puerta de mi casa, donde
saco a la luz mi colección más preciada y secreta de improperios y maldiciones,
hasta que atravieso la marquesina de acceso a la estación, dan para poco más de
dos canciones ya que, una vez subo las escaleras que desembarcan en el andén
número seis, tengo por costumbre poner en pausa mi dispositivo móvil -salvo que
en ese preciso instante esté sonando Sabina, en cuyo caso y por respeto, espero
a que termine su canción-.
Siempre suelo tomar los asientos de tres que se ubican en las uniones entre
vagones debido a que, pese a que la demanda de asientos por las mañanas es muy
alta en horas punta, son los últimos en rifarse y no es hasta la parada de
Cantillana o Brenes cuando alguien se sienta a mi lado. Por continuar con esta
retahíla de excentricidades que practico los días entre semana, prefiero acomodarme
en el lado izquierdo del tren puesto que, en el tramo de la Rinconada a Santa
Justa, donde prácticamente el trayecto discurre de norte a sur y cuando el
reloj marca aproximadamente las ocho y veinte de la mañana, los primeros rayos
de sol tiñen de naranja los ventanales del lado del tren que mira hacia oriente.
Esta es mi verdadera alarma, la que pone fin a mi trayecto matutino donde
aprovecho para acabarme la película que entre bostezos dejé a medias, donde
adelanto un capítulo del libro que tengo entre manos o donde incluso escribo la
presente columna. Lamentablemente, debo dejar ya de escribir, el blanco
inmaculado de las cuartillas de mi cuaderno de tapa dura empieza a tornarse
anaranjado y eso significa que ya han pasado mis cincuenta minutos de hoy.
Heras y Liñán.
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