Cuando el año marca sus primeros compases. Cuando las últimas luces de la tarde comienzan a robar las primeras fracciones de segundos a la oscura noche invernal. Cuando la iluminación navideña aún brilla con intensidad, guiando a la muchedumbre que continúa en su trajinar apresurado de las compras de regalos. Algo cambia en la ciudad. Algo da comienzo. En la collación de San Lorenzo, ya sea por Eslava, Conde de Barajas, Martínez Montañés, Cardenal Espínola, Pescadores o Miguel Cid, con la caída de la tarde y, como si del texto de Chaves Nogales se tratara, comienza un devenir de devotos cuyo paso marcan los toques del reloj de la plaza. El joven que camina con paso relajado porque ha tenido suerte aparcando y hoy va con tiempo. Los amigos que han quedado para tomar café en el Sardinero antes de acudir a su cita con el Señor y hacen tiempo con las medallas a buen recaudo en sus trajes azul marino y que bromean diciendo que están deseando verle la espalda al Rey negro. Las dos vecinas que no faltan ningún viernes y que paraguas en ristre, no vaya a ser que el tiempo haga de las suyas y Antonio Delgado no acierte con el pronóstico, aceleran el paso por Cardenal Espínola porque el autobús que las ha dejado en la Plaza del Duque ha llegado con algo de retraso y el reloj ya marca las ocho. “Ea, el rosario lo cogemos empezado”, comenta una de ellas. El acólito que espera en la puerta de la basílica con sus Castellanos relucientes guardados en una bolsa esperando por si falta algún compañero y tiene que suplirlo en la misa. El padre con su hijo, la abuela cogida del brazo de su nieto. Personas todas diferentes, pero con un objetivo común. Asistir al Quinario de Jesús del Gran Poder, del Señor, y pedirle para este año que comienza.
Una vez en la Basílica y,
como si de una obra de teatro se tratara, todos ocupan sus puestos. El rezagado
de pie. El que tuvo algo más de suerte en una de esas sillas de tijeras tan de
aquí, que lo mismo sirven para ver pasar una cofradía por la carrera oficial,
que para dar cuenta de una botella de Tío Pepe en la feria comentando la última
faena del maestro. Los más tempraneros en los bancos, al igual que aquella
hermana conocida o de renombre que, aún llegando con el rosario terminando y
sin que quepa un alfiler, un diligente miembro de junta la acomoda en ellos por
complicada que pudiera parecer la tarea.
Y cuando todos están en sus
sitios, los acólitos se preparan y, tras el correspondiente golpe de pértiga
todo comienza y el incienso lo envuelve todo para llevar a los oficiantes hasta
el altar. Llegados aquí, si bien los sacerdotes y el coro desarrollarán la
eucaristía, todos los asistentes comienzan su Quinario particular conversando
con el Señor y rezándoles por esas inquietudes que todos tenemos. La salud de
esa madre que se va haciendo mayor, las oposiciones que tan cuesta arriba a
veces se ponen o dando gracias por ese trabajo donde se ha acaba de empezar.
Cada uno con su rosario particular de peticiones y agradecimientos mientras
buscan la misericordiosa mirada de ese Dios que en madera tallara Juan de Mesa.
De esta forma la misa se desarrolla entre cántico y oración y, ¿Por qué no
decirlo? Entre algún que otro comentario en forma de susurro del tipo: “Buena
homilía, Antonio, cortita y al pie”, de los que tomaban café antes de entrar. Así
hasta que todo termina con la salve a la Santísima Virgen.
Una vez todo ha concluido y,
como si de la mañana del Viernes Santo se tratara, los hermanos y devotos
comienza a desperdigarse por las calles de la feligresía. Pero si en aquella
ocasión las reglas indican que el recorrido sea el más corto posible, en este
caso no se cumplirá, ya que no son pocos los que se dirigen a altares del nivel
del Eslava, Casa Ricardo, la Bodeguita de San Lorenzo o la Antigua Abacería
para hablar de todo lo que está a la vuelta de la esquina. De esta manera se
conjuga el sentir de la devoción más profunda con el carácter más popular y comienza
a recorrerse un camino que discurrirá por Triduos, Quinarios y Septenarios
hasta desembocar en esa Semana que nos da la vida a todos y que no es otra que
nuestra Semana Santa, la misma que termina donde ahora ha empezado. En San
Lorenzo.
La trastienda
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